Imágenes en abierto. Sobre el álbum familiar de “Los Nombres”
Irene López


 

 

Family photographs may affect us to show us our past, but
what we do with them- how we use them- is really about
today, not yesterday

Annette Kuhn

 

Cómo el tiempo se abre en ramos/ no lo sabe el mundo ya./
Donde el violín da al verano
se hiela un mar./ De qué son los corazones / el olvido saber
parece./ En armario, arca y arcones/ verdadero el tiempo crece.

Paul Celan

 

Decía Paul Celan en un poema escrito en el exilio que “las líneas de imágenes debo albergarlas en las venas abiertas de mi conocimiento”. Se refería quizá a la dificultad y la confusión que supone bucear en los recuerdos, descubrirlos, y rememorarlos en “carne viva”, y a su capacidad de emulsión en nuestra piel gracias a los materiales visuales que la mente esconde en nuestra memoria. Se abren en las venas, como figuras del sueño, cristalinas - así reza el primer verso del poema- porque duelen, queman, abrasan la retina al reaparecer y revivirlos, y queremos retenerlos, captar la transitoriedad de la naturaleza de la memoria y petrificarla, robarle su esencia, capturar su punctum, (por utilizar el término barthiano).

Pero ¿qué sucede cuando son los otros los que han vivido los recuerdos y son traspasados en dispositivos visuales como los álbumes familiares? ¿ Qué supone revivir lo que nunca se ha experimentado? ¿Cómo conservar la memoria de los nuestros, la intrahistoria de nuestro pasado?

La obra Los nombres de Concha Martínez pertenecen a la memoria colectiva como material visual que se ha guardado, probablemente en armario, arca y arcones donde el verdadero tiempo crece. En efecto, las raíces han crecido y han arraigado, posibilitando que aquellas instantáneas tomadas por sus ancestros en algún momento del siglo pasado, sigan respirando al traerlas del pasado al presente, activando su potencial y su agenciamiento.

Concha ejecuta esta operación de activación gracias a la transcripción de estas fotografías de sus familiares retratados al dibujo, convirtiéndose el lápiz en su herramienta de escritura. Podría haberse contentado con exhibir y mostrar las fotografías, ya que, a fin de cuentas, forman parte de la cultura etnográfica y apelan a la pertenencia de un lugar. Podría también, haberlas intervenido, por ejemplo, rasgándolas o rompiéndolas, para transmitir la idea de que la memoria se fractura o se fragmenta, se quiebra y en su desaparición desprende una estela de desechos, jirones de un tejido incomprensible.

Pero Concha monumentaliza las fotografías mediante el dibujo. Las vuelve sólidas, las petrifica. Quiere que la fragilidad se vuelva fortaleza. Quiere inmortalizar lo transitorio, mirar a Medusa. Revertir la ecuación que proclama la separación epistemológica entre la memoria y la historia, una por endeble, otra por objetiva.

El dibujo de Concha en Los Nombres cosifica la fotografía. La aprehende. La transcribe y la traduce, y en ese traspaso de la imagen fotográfica a su lápiz, la artista sugiere varias lecturas; por un lado, la investigación del álbum familiar gracias, como ella misma cuenta, al relato de su padre, en un estrategia que fusiona la oralidad con la visualidad. Por otro lado, al escultorizar los objetos fotográficos, pareciera que quisiera tomar distancia, como si aquellos personajes que rememora, no fueran, en realidad, miembros de su familia. Y es su lápiz el que toma consciencia de que aquellos no son los suyos. Aquellos nombres de origen desconocido son, en realidad, nuestros nombres. Todos nuestros ancestros están dibujados por Concha.

¿Quienes son los que se agolpan en una mesa repleta de comensales y ríen y comentan y hablan?. ¿Las mujeres que posan orgullosas en medio del pueblo? ¿Los que asaltan la fuente y se atreven a desafiar la mirada de la cámara? Es probable que no se reconozca a alguien en esa foto fija sin la ayuda del relato oral de los que aún poseen la memoria de los lugares, y por este motivo la artista quisiera retener el pasado y buscar su propia identidad a través los otros.

El dibujo impregna el papel con la contención de las imágenes fotográficas, como si quisiera suspender, en el tiempo infinito, las risas familiares, y fuese el lápiz el traductor de lo invisible de las escenas. Traducir las conversaciones mudas, esa tarea a la que apelaba Walter Benjamin; la que reinterpreta el original para insuflar un aire recompuesto, diría el autor alemán que: “la tarea del traductor consiste en liberar en la propia a aquella lengua pura que está retenida en la ajena, liberar la que está cautiva en la obra, en la recomposición”.

Los nombres de Concha Martínez Barreto trataría entonces de liberar lo que estaba preso en el álbum familiar y reinscribirlo de nuevo, en un contexto y encuadre diferente. La artista no ha vivido esos recuerdos que su lápiz dibuja, tal como ella misma confiesa: “pese al vínculo existente con el viejo imaginario doméstico, los enormes vacíos en la transmisión de vivencias e historias hacen que estas imágenes no puedan despertar en mí ningún recuerdo”. Por ello se esfuerza en reinsertarlos en un nuevo imaginario, en una suerte de memoria involuntaria proustiana, que hace vibrar las membranas del tiempo resonando de nuevo, gracias a la reconstrucción de las imágenes ayudadas por el relato oral, y en ese juego, pone de manifiesto la importancia de las redes invisibles que sustentan nuestra colecciones personales, porque cada vez que las traemos al presente, simulan una reinscripción en el tiempo, en una fusión entre el pasado como lo ajeno y lo distante, y el presente, cercano y próximo, una aporía descrita por Benjamin como “el acontecer paradójico de algo ya-siempre-sido-como-aún-no-sido”. Y es en el álbum familiar donde hay que indagar porque se esconden una serie de matices que deben ser interpelados, como dispositivos archivísticos pertenecientes a la esfera privada pero que una vez “sacadas de las arcas”, se exponen en abierto, dispuestos a circular, intercambiarse, perderse.

 

El álbum familiar

Cada una de las imágenes de Los Nombres corresponde a una colección de fotografías familiares que la artista ha descubierto en una tarea detectivesca que trata de rastrear y descubrir quiénes eran sus familiares, para poder entender su pasado y sus orígenes.

No es ésta, una acción que no se haya realizado en otras ocasiones, ya sea por otros artistas, o por historiadores, o por antropólogos. De alguna manera responde a la necesidad inherente al ser humano de conservar nuestros recuerdos más próximos.

Concha escribe que ha recopilado “antiguas fotos familiares buscando sentir que los que se van siempre permanecen” y así poder invocar la inmanencia de las fotografías, su esencia a través de la apropiación de las mismas. Pero esos álbumes no son sólo un despliegue de recuerdos, recortes o fragmentos que reactivan el pasado. Son también dispositivos archivísticos capaces de producir un agenciamiento cultural que convierten al álbum en un objeto relacional y social.

Una idea sobre la que ya pensó Marianne Hirsh en su libro Family Frames[1] y que continuó con el campo de estudio en torno al álbum familiar como subgénero a tener en cuenta en el ámbito de la fotografía[2]. Para la autora, se trataría de investigar la intersección emergida entre la historia pública y privada, como terrain vague en la que el concepto de familia es situado en el ámbito de estudios posmodernos y de la cultura visual. La familia y su construcción ideológica representada en la fotografía, es, en efecto, uno de los hilos conductores que vertebran su estudio, de la mano de pensadores ya muy revisados como Roland Barthes, pero también están presentes las ideas benjaminianas en lo referido a la postulación del inconsciente óptico, y que trata de señalar las relaciones invisibles que las fotografías esconden y que se manifiestan en los álbumes familiares.

Es precisamente en estos archivos de memoria, donde se pueden encontrar una plétora de “interacciones visuales de la familia” que responde, según Hirsh, a cuestiones afiliativas embebidas en lo social, lo cultural o lo institucional, y representan la disrupción de la narrativa hegemónica de la familia como ideología.

Cuando Hirsh se refiere al concepto de hegemonía quiere poner de manifiesto la construcción de la familia como mito que enarbola el deseo de pertenencia y la aceptación social, y por tanto, al indagar en el archivo familiar, quiere desmitificarlo para averiguar ”la manera en la que el individuo es constituido en el espacio de la familia a través de la mirada”[3] o lo que la autora definirá como “la mirada afiliativa”.

¿Es posible, bajo esta luz, que Concha reproduzca la filiación a través de los dibujos de sus antepasados?. ¿Puede existir conexión con ellas si apenas reconoce a los protagonistas de las mismas? ¿Cuáles son las representaciones familiares construidas en estas imágenes?

Para la artista, la manera de conectar con ellas es representándolas de nuevo, llamándonos la atención sobre ellas, tal como reflexiona: “con el acto de dibujar estas imágenes, en un dibujo lento y minucioso, trato de recomponer esas vidas, de reconstruirlas a partir de casi nada.” Un impulso enfatizado con la incursión de las líneas rojas que señalan a una serie de personajes desconocidos, como si quisiera puntualizarlos, investigarlos, recordar las vidas que no serán recordadas, para insertarlas en el escenario público, en la memoria colectiva. Esa es la dialéctica a las que se enfrentan esta clase de archivos, porque pueden operar en “la intersección entre la memoria personal y la historia social, entre el mito público y el inconsciente personal.”[4]

Se puede decir, por tanto, que Los Nombres constituye un archivo visual en abierto, porque una vez expuestas, las imágenes circulan en continua movilidad, y gracias a este intercambio el álbum se elabora en común.[5]

Los dibujos de Concha muestran ese empuje por recomponer el pasado, y lo hace con la voz de sus familiares como únicos testigos del acontecer de la historia personal. Pero al dibujarlas, al performatizarlas[6], Concha traduce las imágenes para desplegarlas, como huellas de un pasado aún por conocer, donde la verdadera medida de la vida es el recuerdo que atraviesa la vida según Benjamin, “restrospectivamente como un relámpago. El recuerdo llega desde la aldea más próxima hasta el lugar en el que el caballero tomó su resolución, con tanta rapidez como se vuelve a hojear un par de páginas. El que -como los antiguos- considera la vida como un texto, lo lee hacia atrás. Sólo así podrá entenderlo, y sólo así, al huir del presente, se encontrará consigo mismo.”[7]

 

 

[1] Marianne Hirsch, Family Frames. Photography, narrative and posmemory, Harvard Universit Press, Cambridge, Masssachusetts, 1997

[2] Cfr Julia Hirsch, Family Photographs: content, meaning and effect, New York, Oxford, 1981; Jo Spence and Patricia Holland (eds) Family snaps: the meaning of domestic photography, London, Virago, 1991.

[3] Marianne Hirsh, Family Frames, p. 9

[4] Jo Spence /Patricia Holland citado en: Hirsch, Family Frames, pp.13-14

[5] M. Rosón, “El álbum fotográfico del falangista. Género y Posguerra en la memoria española” en Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, Vol LXVIII, nº1, enero-junio 2003, pp. 215-238

[6] M. Langford, Suspendend conversations. The afterlife of memory in photographics albums, McGuill-Queens, University Press, Montreal, 2001

[7] Walter Benjamin, citado en E. Cadava, Trazos de luz. Tesis sobre la filosofía de la historia, Palinodia, Chile, 2006, p. 69