Cuando la fotografía era memoria
Sema D’Acosta


 

 

Hasta no hace mucho tiempo, eso que llamamos fotografía se apoyaba en pilares aparentemente sólidos que han logrado mantener estable su condición ontológica durante más de un siglo y medio. Hoy, el andamiaje que sostenía esos supuestos elementos definitorios, entre otros y principalmente los paradigmas de verdad y memoria, ha perdido su vigencia. Nadie osaba cuestionar que una imagen era un modo de pervivencia, de lucha contra el olvido, una característica que parecía intrínseca al medio y uno de sus principales argumentos como hecho constitutivo. La voracidad de las imágenes de hoy, su acelerada vitalidad, ha demostrado lo contrario: sumidos en la superabundancia visual, la saturación nos conduce a la amnesia, una situación de hartazgo que no requiere ya la pervivencia ni demanda ese rastro de realidad, sino que más bien nos lleva a protegernos de una inflación descontrolada que cada día va a más. Las fotografías ya no se guardan, se consumen; se han convertido en actos comunicativos que se extinguen al ser compartidos. Ni siquiera eso, se agotan en el mismo momento de ser realizadas. El acto de tomar la foto cobra ahora más relevancia que su contenido, que se acumula como un residuo que, en el mejor de los casos, veremos un instante en el móvil o la pantalla de la cámara.

Un proyecto como ‘Biografía’ de Concha Martínez Barreto (Fuente Álamo, Murcia, 1978) reivindica, precisamente, esa parte de nosotros que apegada al pasado y sus significados, podemos recobrar a través de la fotografía. Somos, sobre todo, lo que fuimos, aquello que echamos de menos de nuestra infancia y ya no recuperamos nunca. Somos lo que hemos vivido y compartido, lo que hemos visto y disfrutado, la manera en que nos moldearon nuestros progenitores y familiares. Somos lo que recordamos e incluso lo que no recordamos, las sensaciones que perviven en nosotros exacerbadas por la remembranza. Somos el paisaje que nos hizo personas, lo que aprendimos y ahora enseñamos. El ciclo se repite generación tras generación, una metáfora sobre la existencia que, en este caso, comienza con una imagen del padre de la artista subido a un carromato y concluye con otra de sus hijos en idéntica circunstancia. Como en ‘El carro del Heno’ de El Bosco, aquí también se representa el camino de la vida, un recorrido por comenzar que simboliza lo que está por venir, las andanzas y encuentros que nos deparará el futuro. Esta recuperación que aviva recuerdos personales muy hondos, entiende que sólo podemos mirar hacia delante descifrando lo que hemos sido. Acomodar sentimientos del pasado es una manera de hallar la paz en el presente. Tal como refiere el pensador Emilio Lledó, “el fundamento de la memoria no es sólo su posibilidad de evocar, sino de construir y crear, de fijar. Los vericuetos de esa memoria que, fragmentariamente, evocamos nos permitirían aprender de aquellos pasos que decidieron nuestro destino. Por eso, ser es ser memoria. No tanto por la siempre difícil plenitud de evocación, sino porque, en el hilo del tiempo recordado, podemos encontrar las decisiones, elecciones, azares que nos trajeron al lugar en el que estamos."[1]

Esas fotografías anónimas que acompañan a las sentidas instantáneas de Martínez Barreto que abren y cierran la proyección, poseen algo triste y al mismo tiempo próximo, ahondando en sentimientos afines con los que nos identificamos. La pérdida siempre tiene un poso de congoja inevitable, un sustrato común de nostalgia. Las imágenes ajadas que se encadenan una tras otra, nos transmiten más allá de su relato o las historias de los personajes que vemos. Nos reconocemos ahí porque podrían pertenecer al álbum familiar de cualquiera de nosotros. El objeto-soporte que las contiene, también aporta su condición y capacidad de sugerir, más incluso de lo que pensamos. Este bucle habla de nosotros, de una generación a medio camino entre unos modos que desaparecen y otros que se imponen, una realidad nueva construida sobre los avances tecnológicos donde faltan asideros y predomina lo ubicuo. Incluso el sonido del proyector de diapositivas que oímos al contemplar la pieza, un chasquido recurrente y continuado, nos remite a una edad pasada, a la textura de otra época. Sin intervenir más allá de lo necesario, sólo colocando cada cosa en su sitio, la sencillez de este trabajo ideado por Martínez Barreto resulta tremendamente elocuente; relata la vida desde dentro, retratando la cotidianeidad, exaltando la normalidad de una existencia sana y alegre.

Para conocer los aspectos reales del mundo tal como es, sin artificios ni exageraciones, debemos detenernos en aquellos momentos banales que conforman los ritmos diarios, instantes que por carecer de la suficiente fotogenia habían pasado inadvertidos, pero que van a cobrar especial énfasis en la postmodernidad; un comienzo de era donde se generan cambios estructurales que partiendo de lo sociológico, acaban subjetivando la realidad y repercutiendo en la fragmentación de lo público. A todos nos ocurren casi las mismas cosas pero de diferente manera; más aun si somos chavales pequeños y nuestros padres actúan de forma similar cada vez que nos sacan de paseo, normalmente los días de fiesta. Lo cotidiano es un lugar repleto de tesituras repetitivas y rutinas habituales, un hecho anodino que pasa desapercibido por insustancial pero que observado con quiescencia tiene un valor incalculable: su reveladora autenticidad. Esta secuencia de fotos infantiles inciden en algo general que sentimos como propio, su cercanía nos hace partícipes de una añoranza común, de un sentimiento afectivo primario que comprendemos pero que no sabemos explicar: la consciencia de un vacío que echamos de menos y genera sensaciones enfrentadas. Cuando hacían instantáneas de este tipo los fotógrafos del pueblo recurrían al mismo atrezo y las mismas poses. Los carros y carrozas de juguete donde posan los pequeños también son parecidos. Igualmente, el universo secular que representan estos vehículos de tracción animal, ya casi desaparecidos en España, también acentúa esa sensación de pérdida que destilan estas fotos antiguas.

Walter Benjamin ya anticipaba cómo la fotografía había contribuido de manera decisiva en la decadencia del aura de las imágenes artísticas, una conjetura que alcanza su cenit en la segunda mitad del siglo XX. En esta década la experiencia privada emerge a la superficie para protagonizar momentos íntimos que, sólo toman valor, por el hecho de haber sido entresacados, como si fuesen cartas elegidas al azar, de una vida ajena que no conocemos. No hay diferencia aquí entre una coyuntura y otra, no importa el sitio donde se desarrolla la escena, no existe jerarquización ni selección previa; la mirada del autor es la que decide, que se deja llevar por el libre albedrío que permiten los buscadores de Internet, para hacer acopio de ochenta imágenes concomitantes. Podían ser éstas, o cualesquiera otras. La fotogenia es hoy una cualidad que se determina a posteriori. La frontera entre lo artístico y lo no artístico, entre lo significante y lo no significante, es una invención retórica. Hans-Peter Feldmann, quizás uno de los creadores alemanes que más admiraban los Becher, cuestiona con su manera de ver las catalogaciones jerárquicas de los momentos existenciales. Para él ningún instante es mejor que otro. Su mirada se desvía de lo trascendente para rescatar lo intrascendente que se localiza en los trances intermedios entre cosas que suceden. En el transcurrir de los días, es imposible distinguir entre lo reseñable y lo que carece de interés, así que todo acontecimiento es susceptible de adquirir importancia. Más aún si nos referimos al periodo en el que se conforma nuestra personalidad, la etapa donde somos más inconscientemente felices. Nuestro carácter está modelado por la educación que hemos recibido y el ambiente en el que nos hemos criado, circunstancias que van a marcar, lo queramos o no, nuestra identidad futura.

Al cumplirse en 1985 el siglo y medio de la independencia de Texas, Robert Rauschenberg volvió a su tierra natal para recibir un glorioso homenaje. Se quedó sorprendido al comprobar cómo la crisis petrolera de principios de los ochenta había hecho estragos en las zonas rurales de su estado, que eran las que más dependían de la explotación del crudo. Lo que se extendía ante sus ojos era un campo yermo plagado de gasolineras cerradas, coches usados, barriles vacíos y chatarrerías, restos que procedían del abuso y los excedentes de producción. Estas ruinas industriales representaban la codicia y desmesura en la que falsamente se había instalado una comarca completa, unos remanentes que el artista norteamericano empezó a recopilar por fragmentos para concebir sus conocidos Gluts, un término cuya traducción adecuada al castellano sería superabundancia, exceso, sobrante. El rescate íntimo de su propia identidad que hace Rauschenberg al compilar pedazos arrancados de automóviles (salpicaderos, tubos de escape, puertas, maleteros, radiadores, logotipos, emblemas de capó…), carteles de estaciones de servicio u otros objetos domésticos, acarrea un sinfín de connotaciones personales extremadamente hondas, entre otras la conexión entre el tono herrumbroso de la chatarra y el sepia gastado de las fotos viejas. Estos amasijos metálicos nos acercan al niño que fue, al paisaje que absorbió en su juventud o la educación que recibió, al mundo en el que trabajaban sus padres y crecieron sus ilusiones o a los amigos que dejó atrás. Sin duda, encarnan las fuerzas que lo constituyeron como individuo y son un repaso completo a su pasado.

‘Biografía’ es una serie de recuerdos desordenados que tienen que ver, igualmente, con la memoria íntima y sus cambiantes posibilidades. Evocaciones difusas, imprecisas, que no pretenden ser íntegras ni representativas, sólo intentan crear ámbitos emotivos que nos inciten a una experiencia sugerente. Cada una de las imágenes elegidas, engarzadas por un extraño resorte que resulta al mismo tiempo poético y conceptual, funciona como un episodio auto-conclusivo sin intención narrativa. Nada ocurre antes ni después, son instantes detenidos, descubiertos de repente, que nos revelan situaciones usuales que no destacan por nada especial, menos aún para alguien ajeno a los personajes que aparecen. Lugares entrañables extraídos de historias que no nos pertenecen. En esta compilación fotográfica, un cúmulo de experiencias asociadas donde la memoria personal se confunde con la memoria colectiva, la identidad individual se inhibe en la personalidad del grupo, cuyos vínculos se potencian y fortalecen en la certidumbre de los demás. A su modo, esta proyección ha pergeñado su particular arqueología memorística, levantando una especie de resorte mecánico contra la indolencia. Cuando le preguntaron a Antonio Tabucchi sobre si su libro El tiempo envejece deprisa era una reclamación a favor de la memoria respondió: “Sí, se puede decir, entre comillas, que es una reivindicación de la memoria, pero más bien de sus infinitos juegos. La memoria subjetiva posee una gran libertad y por tanto una gran creatividad. Hoy, en los tiempos de la posmodernidad, vivimos en un presente eterno, como lo ha llamado Marc Augé, en el que la memoria está en encefalograma plano.”[2] Evitar que caigan en el olvido los hechos del pasado es un modo hermoso de homenajear la lucha humilde que la sociedad mantiene con sus propias debilidades. Rescatar es no olvidar, es recapitular aquello que nos ha constituido para seguir meditando sobre lo que somos. Ahí se halla el sentido del arte, esa es su misión, descubrir resquicios por los que colarse para hacer pensar al espectador.

 

[1] Lledó, Emilio. ‘Amistad y Memoria’. Lección Magistral con motivo de la Concesión del nombramiento de Doctor Honoris Causa por la Universitat de Las Islas Baleares, 2012. www.uib.es (Universidad Islas Baleares).
[2]Antonio Tabucchi es entrevistado en El Cultural por Alberto Ojeda. Publicado el 15 de marzo de 2010.