El carro de la vida
Javier Castro Flórez


 

 

En un texto sobre los tiovivos incluido en “Infancia en Berlín hacia el mil novecientos”, Walter Benjamin escribe que su pequeña plataforma tenía la altura necesaria para poder soñar que se iba volando. Que los niños giraban entronizados rigiendo un mundo que les pertenecía mientras se alejaban de la madre que emergía fugaz en cada vuelta. “Desde hace mucho tiempo –señala Benjamin- el eterno retorno de todas y cada una de las cosas es más que sabido por los niños y la vida es la arcaica, vieja borrachera del poder, con la tonante orquesta puesta en medio. Si tocaba más lento, el espacio empezaba a tartamudear y comenzaban los árboles a recobrar el sentido. El tiovivo se hacía así un suelo inseguro. Y la madre de nuevo estaba ahí, el pilote al que el niño amarraba el cabo de su vista para al fin tomar puerto”. Uno –recuerdo- descendía del carrusel un poco mareado porque las vueltas habían sido demasiado rápidas, pero a la vez todo había sucedido lentamente como en un sueño apenas disfrutado. Por eso, lo primero que pedíamos a nuestra madre al bajar era subir otra vez: una vuelta más, la última -que en realidad casi nunca lo era-. Queríamos montar en los caballos de aspecto más salvaje, los que estaban decorados como ejemplares indios con dibujos de mantas de vivos colores. Creíamos ser apaches, siux o semínolas, mientras azotábamos con las riendas los costados de nuestras monturas imaginando que pudieran desembarazarse de las barras que les sujetaban y cabalgáramos hacia la noche profunda atravesando el humo de las churrerías ambulantes de la feria, como si fuera la niebla de las praderas del salvaje Oeste. Teníamos prisa. Éramos niños. Todo nos esperaba delante… Pensábamos que la vida estaba allí a lo lejos, en algún recodo, escondida, llena de misterios y promesas. Pero los caballos duros y brillantes tan sólo subían y bajaban dando vueltas hasta que, de repente, la música languidecía como si le pesaran nuestros sueños y, casi sin darnos cuenta, volvíamos a estar en la tierra polvorienta junto a nuestra madre. Agarrados a su mano para no perdernos; como barcos en un puerto al refugio de la tormenta –dice Benjamin-. Al comienzo de ese breve viaje uno había logrado encaramarse ilusionado en la montura y miraba desde lo alto la cara de tristeza de los que se habían tenido que conformar con subirse en un cerdo porque eran muy pequeños para hacerlo en un caballo o no habían estado ágiles de reflejos y ya no quedaba ninguno libre. Esperábamos sentir en la cara el viento de lo desconocido, pero a la vez necesitábamos saber que volveríamos a casa. En el fondo no queríamos ir lejos… sino simplemente girar como lo hacen las estaciones que cada año pasan y repiten sus vientos, su luz, sus sonidos. Deseábamos asomarnos por encima de las vallas y ver el camino perdiéndose en la loma. Abrir las cancelas, los portones… Comenzar a andar y soñar dónde nos llevarían nuestros pasos… pero -a la vez- nos aferrábamos a la barra fría que sujetaba al caballo para que no se saliera de su giro exacto, de cada vuelta en la que entreveíamos la silueta tranquilizadora y lejana de nuestra madre que, con un mismo gesto, saludaba y a la vez se despedía. Tal vez sabíamos que muy poco después la vida iría desbocada cuesta abajo… y los años -entonces interminables- pasarían como un destello, como una estampida. Que el tiempo giraría en un torbellino hasta que de repente todo se detuviera. Que se esfumaría rápido como el agua por un sumidero. Pero estamos en el principio: todavía no ha comenzado la música ni se ha sentido el temblor con el que arranca el viaje y la vida. Algunos niños esperan impacientes y con los talones –como si tuvieran espuelas- golpean las barrigas de plástico de los caballos mientras los más pequeños montan en carros aún acompañados de sus madres. Tal vez el año que viene ya puedan hacerlo solos, subirse a algún animal y jugar a alejarse…

Biografía de Concha Martínez Barreto explora ese instante en el que se intenta detener el tiempo a través de una imagen recurrente: la de unas vidas que comienzan a rodar. Al igual que Leonardo da Vinci fijó los movimientos de los remolinos del agua en su fluir con dibujos de una belleza extraordinaria, estas fotografías que la artista ha recopilado acudiendo a anticuarios de Europa y América –pero también a amigos y familiares- muestran un cruce de deseos y nos hablan del amor y del tiempo. También, por tanto, de la muerte. Retratos de niños jugando a no ser niños. Como si ya sujetaran firmemente las riendas de sus pequeñas vidas. Instantáneas que reflejan el deseo de los padres de que sus hijos crezcan pero a la vez el anhelo milagroso de que sigan siempre ahí, detenidos, fuera del tiempo. En la estación de partida de su travesía pero aún cerca de sus besos. Jugando en carros de juguete o subidos a las desgastadas maderas de los que sus padres usaron para labrar, vemos sus rostros infantiles llenos de profundidad. Algunos ríen entusiasmados, otros nos miran serios… La fotografía les ha detenido con la misma ternura con la que te inmoviliza un abrazo. Como si los padres al pedir que se estuvieran quietos un segundo para hacer la instantánea quisieran en realidad que se estuvieran siempre ahí alejados de la muerte, en la primera vuelta de la vida; con la emoción y la felicidad de los que van a partir a la mañana siguiente a un gran viaje y miran las estrellas desde la cama -incapaces de dormir- esperando la llegada del día.

La vida –el tiempo- como un carro que da vueltas, como algo que gira, un gran tiovivo… Pero a la vez la constatación de que hay algo que no es perfectamente circular en estos giros: que cuando uno vuelve a la escuela de la infancia la encontramos pequeña y extraña y notamos en el patio de recreo un sabor carcelario que no sentimos mientras pasamos allí los años de la infancia. O que la calle en la que jugábamos no era tan pendiente como en el recuerdo. Que, incluso, los amigos a quienes tanto quisimos se hicieron casi irreconocibles aun siendo los mismos… Como si avanzáramos por un camino en espiral y las vueltas te alejaran cada vez más del lugar en el que una vez fuiste niño. La existencia de una fotografía del padre de la artista subido a un carro cuando era apenas un adolescente y la casualidad de que acababa de hacer otra a sus hijos en un carnaval ochenta años después llevó a Concha Martínez Barreto a realizar esta pieza –Biografía- en la que, como en otros trabajos suyos, el recurso a la memoria no es, como en mucho arte de archivo, un trabajo de catalogación sino un tarea de amor, de acariciar los huecos -las pérdidas- de intentar besar y dar calor a algunas cosas y miradas. De volver a unir los bordes de las hojas que se rasgaron y establecer vínculos con el pasado que no sean sólo registro y –como en el Funes el memorioso de Borges- exactitud y exceso. Por eso -tal vez- el uso de un proyector de diapositivas, un dispositivo que en sí mismo habla del tiempo y la fragilidad de la memoria ya que se caracteriza por borrar aquello que muestra, por aportar una luz que es a la vez calor y olvido. Por desgastar las imágenes que nos permite ver y que brillan en la oscuridad como luciérnagas que se fueran apagando. El sonido del mecanismo de paso de las diapositivas –como el de un reloj- va marcando el paso de las imágenes: vemos las fotografías tristes de la postguerra, el tránsito de un mundo rural a otro en el que los carros se usan tan solo para pasearse por los parques algún domingo, carrozas tiradas por avestruces en los locos setenta, las primeras imágenes en color… Biografía reflexiona sobre qué es una imagen, y también sobre cómo ha cambiado el mundo, pero sobre todo nos habla de qué es la vida. El propio proyector Kodak –como un “carro de imágenes” que giraran incansables alejándose, haciéndose cada vez más pequeñas. Como si fuera un pequeño tiovivo y Concha hubiera escuchado el deseo de los niños de subir y dar una vuelta más.

Cuando tantas obras del panorama actual son pequeños acertijos o bromas sobre el propio mundo del arte resulta esperanzador encontrar trabajos como éste que tratan de la emoción, del amor, del tiempo y el miedo... Una obra que nos hace recordar aquel instante precioso y ya lejano en el que sujetábamos en nuestras pequeñas manos las riendas de cuero y -agarrándolas con fuerza- esperábamos ansiosos el momento en el que comenzara la música y la vida para adentrarnos a lomos de un caballo en la noche.

Imagino a Concha Martínez Barreto esperando paciente –amorosamente- a un lado mientras da vueltas este pequeño carrusel de carros.

Cada vez que pasa un niño alza la mano en un gesto que es un saludo y tal vez también una despedida.